miércoles, 28 de mayo de 2014

RELATO "MI MARIPOSA"

TÍTULO: MI MARIPOSA
AUTORA: ANTONELLA DE QUEVEDO

     La vida no cambia, pero sí nuestra percepción de ella. La magia está en conservar la misma percepción de algo sin perder un ápice de intensidad a pesar del paso del tiempo. En mi caso ese algo era un sentimiento que en lugar de menguar, se ha visto enriquecido hasta alcanzar una magnitud inimaginable. A pesar de la adversidad, sigo pensando que la vida no cambia, nosotros sí. 
     Una vez ansié salir corriendo para compartir mis caramelos con ella, a cambio de una sonrisa que me alegrara el alma y veinte años después, mi percepción sobre su sonrisa es la misma, sólo que más madura y dependiente. Mi sentimiento hacia ella ha aumentado, pero adquiriendo nuevos matices y colores. La inocencia del niño se transformó en amor y después de tantas pruebas que nos puso la vida, se convirtió en
anhelo y necesidad.
     Durante demasiado tiempo, ella de un lado y yo del otro. Me daba la sensación de que aquella situación sería perpetua y que yo seguiría sufriendo. No estaba dispuesto a seguir con una existencia que parecía no darme tregua. La vida no cambiaba, pero yo, no podía soportarla sin ella. Preso de la desesperación, incluso pensé en acabar con mi vida, pero deseché la idea de inmediato, y no por falta de agallas precisamente. Un día leí en un libro, que si alguien muere con un deseo tan poderoso en su alma, no puede descansar en la otra vida y regresa a este mundo durante las noches sin luna para tratar de cumplirlo como sea. Suponiendo que esa teoría fuese cierta, no hubiese sido la solución a mi problema. Si era incapaz de conseguirla con forma humana, siendo un fantasma no quiero ni imaginarlo.
     Pero esas ideas tan transcendentales no me acompañaron desde la niñez. La vida no cambia, pero yo sí.
Con tan sólo siete años, mi única afición aparte de intercambiar chapas con Lucas, era complacerla. Recuerdo con nostalgia como solía recortar a escondidas con una habilidad impropia de mi edad tréboles de tres hojas, para transformarlos en tréboles de cuatro hojas, sólo para sorprenderla. Buscar alguna excusa para provocar en ella esa sonrisa que mostrara sus primeros dientes tras la caída de los de leche; era una
proeza. Esos incisivos superiores, o paletas como le llamábamos, era cuanto necesitaba para irme contento a casa. Si además de que me sonriera, conseguía que hablara, ya me consideraba Superman.
     Vera, con su flequillo y sus trenzas, yo, Javier el mellado, suspirando por ella sin llegar a imaginar que la vida no cambiaría y que así seguiría siendo en el transcurso de los años. Siempre me dejaría la piel por complacerla y ella, a ratos se dejaba complacer. Con doce años, ya nos mandábamos mensajes con linternas por las noches. Las ventanas de nuestros respectivos dormitorios estaban situadas de manera que podíamos comunicarnos sin ser descubiertos por nadie. Diez metros de distancia nos separaban, pero un deseo mutuo de comunicarnos cada noche hacía todo lo demás. Era curioso, muy curioso. Nadie en el colegio nos hubiese tomado en serio. Todos los recreos dedicados a fastidiarla, a tirarle del pelo, burlarme de su acné, ¿para qué? Para antes de ir a dormir lanzarle piedrecitas al alféizar de su ventana confiando en que se diera cuenta de ello y se asomara para darme las buenas noches. Y sí que lo hacía. Y de qué manera. Aún conservo los prismáticos que usaba para leer sus labios cuando me hablaba en silencio, con metros de distancia y rezando para que hubiesen reparado la farola de la plaza, ya que era la única iluminación con la que contaba nuestra relación clandestina.
     Pero la percepción de Vera sobre la vida y sobre las cosas sí debió cambiar. Sin explicaciones ni delicadeza se apartó de mí. Una ventana cerrada cada noche fue la antesala de lo que estaba por venir. De nuevo, ella de un lado y yo del otro. Como un secreto celosamente guardado oculté mi amor hacia Vera. No fue tarea fácil. Durante la adolescencia, mantuve mi postura simulando ser un escéptico del amor. Nada más lejos de la realidad. Mi vida estaba basada en el amor, nadie lo valoraba más que yo. Respiraba gracias al amor, pero no era correspondido, así de fácil. Me tomaban por un joven poco entusiasta de las relaciones sentimentales, teniendo que soportar las continuas dudas sobre mi inclinación sexual. Nada de eso me afectaba, al menos no tanto como el continuo vacío que me hacía añicos la esperanza de poder conseguirla
alguna vez. Pero me sentía invencible, incombustible. Aunque eso era antes.
     Cuando eres adolescente, a la vida no le ha dado tiempo de pisotearte el cuello lo suficiente como para que examines las posibilidades con frialdad y realismo. Pero con el transcurrir de los años, llega el desencanto. No porque el amor haya desaparecido, todo lo contrario. Permanece en el mismo sitio, solo que la esperada metamorfosis nunca llega y el capullo sigue siendo capullo y la mariposa, aún en el estómago, no sale al exterior a tomar vuelo.
     Tenía el consuelo de que nadie podría tacharme de cobarde, al menos en ese aspecto me sentía menos miserable. Lo intenté, pecando de presuntuoso en más de una ocasión y siendo un plasta en otras muchas. Pero el resultado nunca parecía ser el esperado.
     De entre los muchos intentos fallidos que inventé para olvidarla, el más desechable fue sin duda el viejo truco de la balanza. Anotar en una libreta todas sus virtudes y todos sus defectos, separados en columnas, que sin ser consciente, había rodeado de corazones y flechas como una auténtica nenaza.
     A veces, me sorprendo de cómo una misma cosa, puede parecernos un mar de virtudes hoy y al día siguiente un verdadero fiasco. Pues yo intenté forzar esa visión, ese cambio de perspectiva. De nuevo inútil, sólo conseguí empeorar las cosas y resaltar las virtudes que ya sabía que tenía pero elevadas a la máxima potencia. En la columna de defectos, fui incapaz de escribir ningún adjetivo calificativo, o descalificativo en este caso. Una frase ocupaba el margen derecho de la hoja: “no me corresponde, porque no se ha dado cuenta de cuánto me ama”
     Así que continué con mi miserable vida, aspirando a encontrar otro medio.
     Eligió otra ciudad para estudiar. Cualquier otro enamorado no correspondido con un poco de coherencia, hubiese utilizado aquella oportunidad en beneficio propio: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero en mi caso su ausencia no sirvió para otra cosa que convertirme en un ser en un estado lamentable que carecía de su dosis diaria, una dosis que consistía en verla salir y entrar en su casa. Así de sencillo, así de doloroso.
     El primer reencuentro después de cinco años separados marcó un antes y un después. Fui incapaz de ocultar todo cuanto albergaba y ella no disimuló, no evadió el tema, no trató de aparentar sorpresa. Era conocedora de mi anhelo y para calmar su culpabilidad, pretendió calmar mi dolor. Qué ilusa. Egoísta e ilusa, dos defectos que tras ese encuentro anoté en la columna de la derecha de mi libreta.
     — Me alegra mucho verte — sentenció tras darme dos besos y retroceder un paso. Quería marcar las distancias. 
     — Siento no poder decir lo mismo.
     No pude hacer otra cosa que ser sincero. No me alegraba de tenerla cerca. Odiaba respirar junto a ella y de paso introducir en mí su aroma. Tatuar en mi memoria de nuevo el tacto de su piel. Revivir la mariposa que aún dentro del capullo, revoloteaba porque me daba dos besos en las mejillas. La reacción ante su abrazo fue como si me repateara el estómago. Todo acercamiento, era como soplar con fuerza la vela de un barco que durante cuatro años había intentado dejar en contra de mi voluntad a la deriva, zozobrando. Avivar un fuego que, a pesar de mantenerse vivo con una minúscula llamita, luchaba por apagar del todo. Cruel, muy cruel por su parte darme un abrazo, dos besos y soltarme sin más que se alegra de verme.
     Y vino para quedarse, no en mi vida, sino en la ciudad. Ahí es donde verdaderamente puse a prueba mi fuerza de voluntad. Volvimos a ser vecinos y yo volví a ser de nuevo un alma en pena. Desorientado y aturdido, así despertaba cada madrugada acercándome semidesnudo a la ventana. ¿Para qué? Para encontrarme con una ventana cerrada, por culpa de las nuevas tecnologías y del maldito aire acondicionado que en nuestra infancia no teníamos. De buenas ganas hubiese lanzado no una piedrecita, sino un pedrusco del tamaño de una sandía contra su ventana para que entendiera que yo seguía allí, que mis ilusiones eran las mismas que las de antaño.
     ¿Y la vida no cambia? Pues no, no cambia. La única que había cambiado había sido ella.
     De nuevo tuve que soportar los inoportunos comentarios de mi familia sobre mi estado sentimental, ahora, haciendo referencia en todo momento a lo guapa que había vuelto Vera, a lo soltera que había vuelto Vera y a lo simpática que seguía siendo Vera. Como si yo obviara todo eso. La vida no cambia, por eso ellos seguían sin enterarse de nada. Curiosamente mi madre y mi hermana, conocían mas detalles de las intimidades de la famosa de turno que de mí. Aunque sería muy injusto culparlas a ellas, yo siempre creé una coraza infranqueable.
     Pero llegó lo que tenía que llegar. Acontecimiento ineludible a pesar de las nuevas modas, la verbena del barrio. Un cartel en el escaparate del bar de Lucas, antes fanático del intercambio de chapas, ahora el mejor tirador de cañas del país, me hizo revivir viejos tiempos. Mediados de agosto, en la explanada junto al colegio, varias carpas estaban siendo montadas para celebrar la tan esperada verbena de verano. Paseando muy de cerca, comprendí que sería una oportunidad de oro para acercarme a ella y al menos conversar. Si existía una mínima posibilidad por minúscula que fuera, aquel escenario sería el idóneo para recordar viejos tiempos y de paso, proponerle un futuro.
     Ahora, en este momento, en este preciso momento en el que me encuentro, pienso que aquella oportunidad que no desaproveché, me abrió las puertas de la felicidad. No sé si gracias a que aquella noche revivimos recuerdos aún latentes en ambos o si se basó en el Javier adulto olvidando al niño. No sería capaz de dar un veredicto, pero ¿qué importa eso ahora? Jamás le preguntaré.
     Conseguí el cambio no sólo en mí, no sólo en ella. Por fin cambió la vida y lo más extraordinario de todo, es que tengo la certeza de que seguirá cambiando y la esperanza de que sea yo el que no cambie. ¿Por qué no quiero cambiar? Porque no creo que sea posible que este sentimiento se enriquezca más, ni adquiera nuevos matices. Siento en lo más profundo de mi ser, que no existe felicidad superior a la que poseo ahora y por ello, con el mismo empeño que puse un día para que todo cambiara, sentencio que así debe permanecer todo a partir de ahora y por siempre jamás. 
     Y ahora, ella de un lado y yo del otro, pero por unos segundos. ¿Por qué? Porque camina hacia mí, y yo me giro, y la espero, con mi madre a mi lado. 
     Sobre una alfombra roja de terciopelo y del brazo de su padre se acerca mi mariposa, que por fin salió del capullo y dio paso a la metamorfosis más maravillosa habida y por haber.
     Pero pensemos en algo. ¿La vida no cambia? Creo que sí, pero todo depende de nosotros.

FIN

1 comentario:

  1. Es un relato que me gustó mucho... sobre todo porque lo cuenta él protagonista.

    Felicidades :)

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